Quiero retomar esta antología, publicada por Richard Higgins, sobre la que hace ya mucho tiempo hice un muy escueto comentario a la espera de poder reseñarlo con más cuidado. Debo disculparme por la espera, porque creía sinceramente que había hecho esta reseña, aunque veo ahora que no.
Como dije en su momento, se trata de una recopilación de fragmentos sobre la vida vegetal, pero no se puede decir que sea una antología común. En primer lugar, porque nos encontramos ante un texto diseñado por el compilador, que no sólo ha seleccionado cuidadosamente los fragmentos sino que los ha organizado según su temática, llegando a dividirlos en diez capítulos, dentro de los cuales cada fragmento tiene un título y unas breves líneas introductorias. Y en segundo lugar, porque el autor ha introducido cada uno de esos capítulos, estudiando el origen de los fragmentos y su importancia para la vida y la obra de Thoreau. Si alguien me preguntara por una antología de Thoreau en inglés, sin duda le recomendaría, al menos, ésta.

Higgins, Richard: Thoreau and the Language of Trees, Oakland: University of California Press, 2017, 230 pp.
Pocos libros satisfacen al ojo, la mente y el corazón tal plenamente como éste: una parte de elegía, dos partes de celebración, muy arraigadas en la tierra y rebosantes de puro gozo.
Éstas son las palabras, traducidas, de Laura Dassow Walls, que figuran en la contraportada del libro junto a las de otros grandes autores, como Jeffrey Cramer, conservador de la Thoreau Society Library. Creo que son una buena descripción de la impresión que causa este libro: es una edición extremadamente cuidada, en la que su autor demuestra un gran interés por el lector mediante los numerosos comentarios y las fotografías que acompañan cada fragmento de Thoreau, además de los dibujos que él mismo hacía en sus diarios.
Cuando comencé a leer el libro llamaron mi atención tres términos con los que, en su introducción, Richard Higgins describe qué suscitaban los árboles para Thoreau: «beauty», «wildness», «patience» (p. 1). Esta unión de elementos describe sin duda la vida vegetal y cómo aparece descrita a través de las obras de Thoreau.
La vegetación es, en primer lugar, bella. De tal belleza casi ningún esteta ha dudado jamás, y las mayores discusiones al respecto se han desarrollado en torno a cómo debería ser apreciada. Algunos han defendido que la forma natural, bella por sí misma, puede apreciarse en cualquier contexto y desprovista incluso de su entorno original (formalismo estético), mientras que otras teorías han proclamado la importancia de conocer la naturaleza, a través de las ciencias, para poder apreciarla estéticamente (modelo cognitivo científico) o bien a través de las emociones que produce (modelo emotivo). Otra alternativa ha sido la de Malcom Budd, quien propuso en 2002 la apreciación estética de la naturaleza «como naturaleza», es decir, diferenciada del arte y de toda intervención humana. La belleza natural, para Thoreau, es algo mixto entre la propia forma o ley que rige en el cosmos y las emociones producidas por la sensibilidad al conocer el entorno y los elementos naturales. Mientras para el idealismo estricto la belleza se encontraría en un juego de conceptos subjetivos, desde el empirismo holista de Thoreau se propone una belleza que proviene de la acción intersubjetiva, de nuestra intimidad con el mundo. La intimidad de Thoreau con el reino vegetal es indudable: se sentía muy ligado al pino, como nos recuerda Higgins; gozaba con cada tono de las hojas otoñales, y otorgaba un valor especial a su muerte como una celebración de la vida; investigaba cada faceta de la naturaleza tanto con ciencia como con estética, apreciando no sólo sus características visibles sino también su tacto, su sabor y su aroma.
Pero si la vegetación fuera sólo bella, lo mismo nos daría que perteneciera al reino de los minerales. Una faceta fundamental de la vegetación es que está viva, tiene un impulso vital: la wildness. Esto es lo que, como señala Higgins, llegó a despertar las emociones de Thoreau. La belleza por sí misma, entendida de forma estática, le resultaba insuficiente. Las formas vegetales, aunque relacionadas con una ley universal, también están sujetas a condiciones materiales y su existencia no puede desligarse de esos variados impulsos que caracterizan la vida. Poco a poco, Thoreau se aproximó más a una unión entre el idealismo de influencia emersoniana y un empirismo crítico y, muchas veces, satírico. Así lo muestra Higgins en dos fragmentos consecutivos, titulados «Árboles ideales, reflejados I» y «Árboles ideales, reflejados II», separados por once años. El primer fragmento, del 15 de junio de 1840, realiza una comparación entre la parte superior e inferior del árbol, siendo entonces las raíces un «árbol invertido»; Thoreau propone que en su similitud está la idea original del árbol, reflejada igual que los lagos reflejan el cielo. En el segundo fragmento, fechado el 9 de noviembre de 1851, el filósofo de Concord vuelve a referirse a los reflejos en los lagos, pero parece más burlesco, al referirse a que tal fenómeno se da siempre, aunque ninguna persona esté mirando. Si fuera una señal, un suceso cargado de significado, ¿no lo sería también para las vacas? —incluso «el más oscuro estanque en el valle menos frecuentado hace lo mismo» (p. 91).
En tercer lugar, la paciencia se manifiesta como la característica más representativa que diferencia, entre los vivientes, a los vegetales. No sólo por su lentitud y su longevidad, sino también con la aparente tranquilidad con la que caen sus hojas y mueren para nutrir a las siguientes generaciones. En «Colores otoñales», Thoreau destacaba que las hojas caídas nos enseñan cómo morir, y que de ello deberíamos aprender para alcanzar una verdadera eternidad en este mundo. Thoreau admiraba que los árboles, en apariencia tan tranquilos y relajados, tengan una gran fuerza y resistencia; que lentamente extiendan sus raíces y se aferren a la tierra, sin prisa pero sin olvidar su cometido. Así, el trabajo continuo y paciente resulta mucho más eficaz que el impulso incontrolado o la angustia con conseguir cuanto antes, y de la forma más fácil, lo que se anhela. La vegetación es, por ello, ejemplo de sencillez, y con ella se comprende la importante diferencia ética entre lo sencillo y lo fácil o rápido.
Estas ideas, entre muchas otras, se encuentran en Thoreau and the Language of Trees. A través de los fragmentos escogidos por Richard Higgins, podemos observar la importancia y la significación que la vida vegetal tenía para el filósofo de Concord.
Higgins recoge, principalmente, fragmentos de los diarios, lo que supone un importante aporte para los lectores habituales de Thoreau. Pues lanzarse a leer los diarios puede resultar desesperante para quien busca unos contenidos en particular, mientras que una antología de obras publicadas puede parecer inútil para quien ya las ha leído o puede hacerlo. Casi todos los fragmentos del libro provienen de esta fuente, pero el compilador también añade algunas partes de los estudios naturalistas y las excursiones: Una semana en los ríos Concord y Merrimack, Los bosques de Maine, «Pasear», «Colores otoñales», incluso los manuscritos de Faith in a Seed y Wild Fruits.
Los capítulos mediante los que Higgins presenta estos fragmentos proponen una visión muy peculiar y sugerente. Dividiendo los primeros capítulos según el tipo de observación y descripción, Higgins establece una relación entre los árboles y el ojo (o la observación objetiva), el corazón (el gozo, el conocimiento emotivo), la poesía (o el lenguaje figurativo), la mente (el estudio científico o naturalista) y el alma (el vínculo religioso). Los fragmentos recogidos en cada uno intentan reflejar estas diversas perspectivas. En otros cuatro capítulos, recopila fragmentos sobre el pino (el «emblema» de Thoreau), el olmo, el roble, y el efecto de la nieve. Estos elementos naturales ocupan lugares destacados en toda la obra de Thoreau, especialmente el pino, al que el autor daba más valor, y el roble, en especial por sus extensas variedades tonales. El libro termina maravillosamente con un capítulo dedicado a la relación de los bosques con la navegación, que Higgins titula «Sailing a Sea of Green» (Navegando un mar verde); en su comentario introductorio, titulado «In a barque of bark» (En una barca de corteza), señala las comparaciones simbólicas entre explorar el bosque y adentrarse en un océano o navegar por un río. «Thoreau acaba navegar, en la vida real tanto como metáfora de la fluida armonía con la naturaleza» (p. 190).
Richard Higgins demuestra una gran sensibilidad poética en esta selección, en la que los textos se dividen por capítulos, con introducciones independientes, y cada fragmento cuenta con su propio epígrafe y, casi todos, con un pequeño comentario contextual. Si bien el libro no nos presenta un estudio especialmente novedoso en cuanto a los contenidos, ni ahonda en temas polémicos respecto al naturalismo de Thoreau, su estructura es innovadora y completamente original, y atiende por igual a múltiples momentos de la vida de Thoreau, componiendo un texto muy completo, sugerente e ideal para una lectura poética y desinteresada.
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